¿Qué piensa de la evangelización? La evangelización se entiende como un medio por el cual llevamos a alguien a creer en Jesucristo y el cristianismo. La sola palabra puede provocar una fuerte oposición entre muchos de nosotros, y por varias razones. A mí no me gusta, y explico por qué.
¿Qué es la evangelización?
Uno de los muchos cursos que la Iglesia Metodista Unida requiere para que una sea ordenada es la asignatura de evangelización. Pospuse esta clase durante todo mi tiempo en el seminario. Me sentí atraída por cursos como Terapia Narrativa o Teología Negra pues eran mucho más atrayentes que una clase de evangelización. Como cristiana progresista que honra los distintos caminos de fe que la gente toma, aparte de la religión cristiana, una parte de mí se resentía de que gastásemos una de las limitadas oportunidades que teníamos para tomar una clase sobre un tema tan retrógrado. Semestre tras semestre, año tras año, pospuse la clase hasta que me gradué. Algunos años después de graduarme, cuando postulé a ser ordenada, finalmente tuve que tomar la clase.
A fin de cuentas, me sorprendí de que la clase fuese iluminadora. Pero no porque concordé con todo lo que se decía, sino lo opuesto. Me ayudó a clarificar mi pensamiento sobre el tema. Si la evangelización era una asignatura requerida para ser ordenada en la Iglesia Metodista Unida era porque es una prioridad para esta denominación a la que aparentemente estaba jurando lealtad. Así que, para ser íntegra como futura ministro metodista unida, me dije que debería desarrollar una teología de la evangelización a la que pudiese suscribirme honestamente o debía irme a otra denominación.
Quizá nos ayude empezar con lo que no me gusta del entendimiento tradicional de la evangelización. Después compartiré lo que me gusta de la evangelización y cómo la practico. Para lo primero empiezo con una historia.
Descubriendo la evangelización
En la universidad, participé en un grupo cristiano que le daba gran importancia a la evangelización. A todos los participantes se nos entrenó a cómo guiar a los no creyentes a través del proceso de conversión. En ese tiempo, no tenía recelos acerca de su importancia y práctica, en parte debido a la seriedad y buenas intenciones detrás del esfuerzo. De todo corazón creía en las buenas nuevas de salvación a través de Jesucristo, y si realmente amaba a mis amigos me sentía obligada a compartir el evangelio con ellos. Si no lo hacía me sentía como privándolos de un secreto que podría cambiar su destino terminando en el cielo o el infierno.
En mi segundo año de universidad, tomé una clase de psicología y me hice bien amiga de dos estudiantes de dicha clase. Eran muy inteligentes y chistosas. Me encantaba pasar tiempo con ellas. El problema fue que no eran cristianas. Abordé el problema como un desafío bienvenido. Cuando tenía la oportunidad, llevaría la conversación hacia la religión y la espiritualidad para tratar que me preguntasen: “Lydia, ¿cómo es que tienes tanta paz en tu vida? ¿Cuál es tu secreto?” Nunca me hicieron esa pregunta, pero eso nunca fue un problema para que yo dejara de responder a las preguntas que deseaba que me hicieran.
Eventualmente nuestra amistad terminó y al mirar atrás veo claramente por qué: ¿Quién desea ser amiga de alguien que siempre está tratando de cambiarme? Una amista sana y, de hecho, cualquier buena amista, no puede estar basada en el deseo de cambiar a una persona. Cuando reflexiono en cómo era yo durante mis años de universidad, me irrita pensar en mis esfuerzos. Me digo a mí misma: “Oye, chica, cálmate. Disfruta de la otra persona y trata de conocerla bien, en lugar de verla como un medio hacia un fin. Tu constante vigilancia para encontrar oportunidades de evangelización te está agotando. Oye, tómate una cerveza. De hecho, disfruta de una cerveza con tus amigos”.
Una manera distinta de concebir la evangelización
Muchas cosas han cambiado desde que dejé la universidad. Eventualmente descubrí el cristianismo progresista, una corriente cristiana que no supe que existía la mayor parte de mi vida. Poco a poco fui creando un nuevo entendimiento de Dios, el cual me enseñó a ver a probables conversos como individuos con sus propias y ricas historias. No tienen por qué adoptar mi historia para que tengan más valor o sean salvos.
¿Qué pasa, pues, con el asunto de compartir las buenas nuevas con ellos? Realmente creo en el poder salvador de Jesucristo, ¿Por qué, entonces, no lo compartiría con otros? Creo en el poder salvador de Jesucristo y lo he visto en mi vida una y otra vez.
Vi ese poder cuando luchaba con una ansiedad severa después de la universidad, porque no podía encontrar trabajo. Esta ansiedad me causó insomnio y en una de mis noches sin dormir decidí orar en lugar de preocuparme. Durante ese momento de oración, sentí el cálido abrazo de una madre abrazándome y tranquilizándome como si fuera un bebé.
Lo sentí también cuando leí las historias del evangelio, y lloré porque me sorprendió el profundo amor de Jesús hacia los marginados de la sociedad y, por tanto, las partes más desagradables de mi persona.
Sentí ese poder Salvador durante una larga semana de retiro en silencio cuando tenía unos 25 años. Al principio de la semana, el director del retiro nos pidió que consideráramos qué nombre quisiéramos darle a Jesús. Así como Agar le dio a Dios un nombre nuevo en el Libro de Génesis, se nos invitó a darle a Jesús un nuevo nombre que refleje con precisión nuestra relación especial con él. Me puse a pensar en esto varios días. Eventualmente, lo llamé “amigo”. Jesús era aquel con quien me sentía cómoda compartiendo mis más profundos secretos, sin tener miedo a ser juzgada. Jesús me acompañó por todo el camino de mi vida sin empujarme hacia adelante o jalarme por detrás. El último día del retiro, me senté en una iglesia y dejé que los himnos me cubrieran como agua de lluvia. Sentada escuché una voz más clara que megáfono, pero tan quieta como un suspiro, que me decía: “Yo soy tu amigo, sé una amiga para otros”.
Las palabras de Jesús me llamaron a un tipo nuevo de evangelización. En todas mis relaciones debo caminar junto a otros, oír sus historias, sufrir con ellos cuando están heridos. Jamás debo empujarlos en una dirección u otra, escuchando de todo corazón qué les da vida. Y lo más importante, dejar que me entreguen lo mismo.La Rev. Lydia Sohn es presbítera ordenada de la Iglesia Metodista Unida en la Conferencia California-Pacífico. Cuando la pandemia de Covid-19 empezó, Sohn dejó su nombramiento como pastora a tiempo completo para dedicarse a escribir blogs, escribir un libro y ser madre en su hogar para dos niños. Para más información vaya a www.revlydia.com.