Crecí en una iglesia de inmigrantes que sostenía valores conservadores y “evangélicos”. Escuché más del temor de Dios que del amor (o gracia) de Dios.
Crecí bastante protegido. También asistí a la escuela secundaria y la universidad en una isla que también me aisló. Desde este contexto fue que partí para ir a un seminario liberal.
¿Quién es mi prójimo?
El testimonio de la fe sugiere que nuestro prójimo no es necesariamente aquel que se parece más a nosotros.
Hubo muchas cosas a las que me tuve que ajustar:
- Pasé de una isla relajada al paso agitado y ocupado de Washington D.C.
- Era la primera vez que vivía solo a unas 5,000 millas de mi hogar con unas 6 horas de diferencia.
- Los estudios eran a nivel de una academia de graduados
- Tuve que trabajar en una iglesia en la cual mi papá no era el pastor.
- Además, tuve que enfrentar normas sociales y morales de la escuela y la comunidad que me eran desconocidas.
Lo que realmente me sacudió fue enterarme de que había estudiantes abiertamente gay en el seminario.
No sabía cómo digerir esa información. No sabía cómo reconciliar ese hecho con lo que se me había enseñado toda mi vida. No sabía cómo conducirme entre personas gay en el seminario.
Empecé a cuestionarlo todo.
¿Cuál sería en siguiente paso a dar?
Pensé “quizá lo más fácil sería pasar los siguientes tres años ignorando por completo a los estudiantes LGBT”. Debido a la escuela y el trabajo, esto era algo realizable, pero me sonaba como una forma de evadir la realidad.
Cuando la cultura y los valores entran en colisión
Durante esta etapa de “discernimiento” conocí a un estudiante que trabajaba en la librería de la escuela. Era un excelente estudiante, muy trabajador, lleno de compasión y generosidad. Un fiel discípulo de Jesucristo. Me causó gran conmoción tratar de dilucidar cómo era posible que fuese todo eso y también gay.
Entonces descubrí dos cosas: La primera era una cita que decía “Dios tiene la labor de juez, el Espíritu Santo la labor de convencer, y yo tengo el trabajo de amar”. Esto me dio un sentido de alivio. Reconocí que muchas veces me coloqué como juez, jurado y verdugo en asuntos de religión y otras cosas. Quizá lo mejor que puedo hacer es esforzarme por ser un buen prójimo lleno de amor, evitando la trampa de la pregunta “¿Quién es mi prójimo?”
La segunda cosa que me ayudó fue la historia de Cornelio y Pedro que se halla en Hechos 10.
Cornelio tuvo una visión de Dios que le decía que invitara a Pedro a que venga a su hogar. Pedro también tuvo una visión tres veces, en la que Dios colocó muchos animales frente a él ordenándole que los comiera. Pedro rehusó hacerlo porque dijo: “Jamás he comido nada impuro o inmundo. Por segunda vez le insistió la voz: —Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro” (Hechos 10:14-15, NVI). Entonces Pedro se encontró con los hombres que Cornelio había enviado para invitarlo. Pedro fue con ellos a casa de Cornelio, sabiendo que estaba desobedeciendo la Escritura. Pedro incluso dijo:
“Ustedes saben muy bien que nuestra ley prohíbe que un judío se junte con un extranjero o lo visite. Pero Dios me ha hecho ver que a nadie debo llamar impuro o inmundo… Ahora comprendo que en realidad para Dios no hay favoritismos, sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia” (Hechos 10:28, 34-35, NVI).
Fue en ese momento que me di cuenta de lo escandaloso que es el amor de Dios, porque siempre incluirá a alguien a quien yo quisiera excluir con todas mis fuerzas.
¿Quién es mi prójimo?
Empecé a cuestionar todas las enseñanzas con las que crecí, que siempre me hicieron sentir como que caminaba sobre vidrio delgado en relación a Dios, quien estaba presente en todo lugar. ¿Cuán sana es una relación si está basada en el temor? ¿Por qué siempre que hablamos del amor de Dios hay un sentido de miedo que se entromete?
Estoy convencido que el amor de Dios fluye en la dirección de la inclusión. Mi religión empezó con Abram y con el tiempo la escritura enseña que se fue añadiendo más y más gente, incluso algunas bastante cuestionables. Dios incluye a todos.
También estoy convencido de que somos los humanos quienes en forma no natural canalizamos el amor de Dios hacia la exclusión. Somos nosotros los que desde el comienzo usamos la religión y los sistemas religiosos para decidir quién es aceptado y quién es rechazado.
En el seminario habría sido fácil para mí mantenerme en una burbuja ignorando todo lo que no aceptaba y era incómodo.
Pero eso habría sido infiel y poco cristiano. En la era de “¿Qué haría Jesús?”, esto era algo que Jesús claramente no haría.
Lo que estaba aprendiendo acerca de Dios y mi fe me impulsó a conocer las historias de mi prójimo y convencerme de que el acto más fiel que podía realizar era no preguntar quién es mi prójimo sino que amar a mi prójimo y a Dios con todo lo que soy.
Para explorar más sobre cómo las comunidades de fe construyen puentes y abren sus puertas al prójimo, visite Comunidades innovadoras
Joseph Yoo se mudó de la costa oeste para vivir feliz en Houston, Texas, con su esposa e hijo. Sirve en Mosaic Church, Houston. Visite josephyoo.com.