¿Cómo está tu alma? Es una antigua pregunta que Juan Wesley, fundador del metodismo, solía hacer cuando se encontraba con los seguidores del naciente movimiento metodista. Se trataba de una consulta precisa –sin trivialidades, sin chácharas, sin demoras– tan sólo una inspección directa de tu estado actual como seguidor de Cristo. Un chequeo espiritual.
Esta es una pregunta que hago regularmente a mis colegas del clero, hoy más que nunca. Estamos rodeados por lo que parece una versión trivial del fin del mundo. Durante los últimos seis meses hemos aprendido muchas cosas acerca de nuestra forma de ser, hemos quitado la cortina que cubría vulnerabilidades que nunca tuvimos tiempo de enfrentar. Esta es una pregunta que no tiene una respuesta equivocada o correcta. Se trata sólo de tu respuesta.
¿Quién es el oyente santo?
Se trata de la persona que se sienta, ora y apoya a sus amigos, familia, vecinos y casi a cualquiera que comparta las luchas de su vida. Es alguien que escucha a otra persona para alcanzar claridad. El escuchar santo es la práctica de vaciarnos de nosotros mismos, llegando a ser nada y reconociendo que nada sabemos.Cuando faltan las palabras
Durante el verano, manejé a través del país para juntarme con mi familia extendida y celebrar el milagro de que mis abuelos –de 89 y 90 años–sobrevivieron el Covid-19. También tuve la oportunidad de encontrarme con algunos amigos que no había visto por meses, no sólo por el aislamiento social, sino porque me mude del sudeste del país en 2018.
Un amigo en particular sorpresivamente me envió un texto cuando vio que había publicado mi llegada a Phoenix. Me dijo que verdaderamente quería juntarse para tomar café y conversar. Acordamos juntarnos en un café del valle del este. Este era un amigo con el cual no había tenido la oportunidad de hablar en persona por casi dos años. Así que, teníamos mucho de qué hablar.
En medio de la conversación, inesperadamente me preguntó “¿Crees que Dios deja que la gente buena sufra cosas malas?” Me quedé sorprendido. Me dije a mí mismo: “No estoy hablando con una persona religiosa, así que ¿cómo le respondo con prudencia?”
Le respondí: “Algunas veces algunas cosas le pasan a personas que amamos y admiramos que están fuera de nuestro control. No creo que Dios planee nuestra muerte”. Me preguntó: “¿Entonces cómo Dios creó este virus? ¿Qué bien ha traído a la vida de todos?”
Sin pensarlo respondí: “Mis abuelos vencieron el virus. Todas las estadísticas estaban en contra de ellos, ¡pero lo lograron! El bien que esto produjo fue darme la oportunidad de pasar tiempo con toda mi familia. Esta es la única razón por la que ahora estoy conversando contigo. Dios no crea la naturaleza para matarnos. Somos la creación de Dios. Es nuestra culpa como humanos el no haber prevenido y atacado esta pandemia con más eficacia”.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y su rostro se inundó de una expresión de incredulidad, y me dijo: “¿Por qué Dios dejó que mi abuelo muriera de Covid sin nadie junto a él?”
Sentí que mi corazón de desplomaba. No tuve gracia ni compasión. Mis palabras no tenían sentido porque hablé sin entender. Nada en mi respuesta fue bondadoso. Traté de defender a un Dios que no necesita ser defendido. Al intentar consolar a mi amigo, lo juzgué sin saber dónde estaba su corazón.
Le pedí perdón por mi ignorancia. Después de este encuentro, cada uno se fue por su propio camino y no hemos hablado desde entonces. Durante mi largo viaje de vuelta, luché con la interacción que arruiné. Por millas y millas de cielo abierto me pregunté ‘¿Qué podría haber dicho diferente?’
Nuestros corazones hablan
Meses más tarde, me topé con una práctica espiritual que algunos terapeutas creyentes recomiendan. Se trataba del libro de Margaret Guenther, Holy Listening: The Art of Spiritual Direction. La autora guía a terapeutas y consejeros para que con bondad y firmeza se sienten con la gente que sufre para encontrarlos allí donde están, para después avanzar juntos.
Ese fue mi error. Por meses me había estado formulando la pregunta incorrecta en cuanto a la fracasada consejería que le ofrecí a mi amigo. En lugar de preguntar “¿Qué debería haber dicho”, debería haberme preguntado “¿Cómo debería haber escuchado”.
El escuchar santo no es un súper poder que puede enseñarse sólo a quienes van al seminario. De hecho, la sociedad puede beneficiarse de que todos aprendamos a escuchar con nuestros corazones antes de oír con nuestros oídos.
De modo que, ¿Qué podemos hacer con esto? Reconozcamos que si somos humildes podremos abrirnos para escuchar e involucrarnos con aquellos que ansían ser escuchados. Esta es una invitación a entablar una relación espiritual más profunda que el tan solo oír y conversar.