El 6 de junio de 2021, mi familia y yo regresamos a la iglesia por primera vez, después del aislamiento que empezó el 8 de marzo de 2020. Esto es casi quince meses desde la última vez que entré a una iglesia —65 domingos en los que ocupé mi tiempo en algo distinto de lo que hice desde que nací.
Cuando la ministra predicó de cómo había soñado que llegara este día desde que empezó la pandemia de Covid-19, las lágrimas corrieron por los rostros de los asistentes que habían echado de menos el sentirse en casa, pero reconocieron ese momento cuando se sentaron. Los congregantes asentían a lo que decía la ministra, como diciendo “Cierto, ha sido una separación muy dura unos de otros. Hemos ansiado este momento”.
Yo fui una de las personas que lloraron y asintieron, no porque eché tanto de menos la iglesia, sino porque no esperé ni un segundo para escapar cuando la pandemia empezó.
Tomando vacaciones de la iglesia
Hace 65 domingos, yo era parte de una comunidad de adoración completamente distinta de la comunidad con la que me senté este último domingo. Primero, no estaba sentada en las bancas. Como ministra titular estaba de pie en el estrado dando la bienvenida a todos, al comienzo de cada servicio. Unas dos semanas antes de que el gobernador diera la orden de quedarse en casa, la asistencia a nuestra congregación había llegado a su punto más alto de los últimos cinco años. Me sentía orgullosa de llevar a cabo el trabajo que el obispo me había dado, a saber, hacer que una iglesia en declive creciera, lo cual logré en tan solo dos años.
Pero junto con este sentido de logro, me vino la sensación de un cansancio abrumador. Acababa de dar a luz a mi segundo bebé y quería pasar más tiempo con ella del que lo permitía mi trabajo como pastora a tiempo completo. De modo que, antes que empezase la pandemia, tuve que tomar la difícil decisión de dejar mi trabajo para hacer uso de una larga licencia familiar para estar con mis dos pequeños.
La pandemia inesperadamente trastornó mis planes de ausentarme de la iglesia el verano de 2020. Lo que esperaba que fuera una tierna reunión con largos abrazos y palabras dulces de bendición entre mi persona y la iglesia, se convirtió en un incómodo grupo de gente con máscaras y socialmente distanciados en el estacionamiento. Muchos de los miembros comprometidos con la iglesia no vinieron a la despedida, porque querían respetar completamente la orden de aislamiento. Con todo, todavía hubo algunos momentos de ternura, a pesar de que la ansiedad de la pandemia nos cubría. Ni yo ni ellos podíamos olvidar los muchos momentos de conexión espiritual que experimentamos juntos en los últimos dos años, representados por esa unidad del cuerpo de Cristo a través de la Santa Cena que compartimos.
Después de la despedida, el camión de mudanza nos transportó a mí y a mi familia a más de cien millas de distancia, a la casa de mis padres, donde decidimos trasladarnos por este tiempo. Nuestro auto empezó a alejarse de la casa pastoral, alejándome de mi vida como ministra de más de 200 personas, para adoptar la vida de una madre con solo dos personas que cuidar. En ese momento, cada milla mi respiración se hizo más profunda y mi cuerpo se sumergió en un lago de alivio.
No había entrado a una iglesia, física o virtualmente, en todo el tiempo que pasó entre dejar mi antigua iglesia y reintegrarme como congregante a esta iglesia, en la cual pasé mis años de adolescente y adulta joven. Esto no ocurrió porque tenga dos pequeños para quienes la iglesia por internet sea lo más aburrido que hay. Tampoco se debe a que encuentre poco atrayente la iglesia por internet.
Dejé de asistir a la iglesia porque necesitaba una pausa de todo lo que comportaba. Necesitaba saber qué pasaría si abandonaba lo que había creído y respirado cada día por los últimos cinco años como pastora a tiempo completo y, claro que, toda una vida como cristiana.
¿Qué me pasaría, me preguntaba, si no canto esos himnos que cantaba cada semana, himnos que fluían de dentro de mí sin siquiera mirar el himnario? ¿Qué pasaría si ya no escuchaba los pasajes bíblicos y ya no reflexionaba cómo se aplican a mi vida? ¿Qué pasaría si ya no oraba con otros? ¿Qué pasaría si ya no participaba en la liturgia de la Comunión, que conocía de memoria, y ya no comía el pan ni bebía el vino que me conectaba con Dios y el más amplio ministerio cristiano?
Más que todo, me preguntaba, ¿me convertiré en menos espiritual, o la privación me sanaría, permitiéndome recuperarme de todas las cargas asociadas con esos ritos semanales?
Lo que realmente ocurrió fueron ambas cosas. Esa es la razón de por qué fui una de las primeras personas en registrarme para asistir a la iglesia cuando recibí un email de mi iglesia local anunciando que se reanudarían los servicios en persona.
A lo largo de los muchos meses que me aparté de la iglesia y todas sus obligaciones, descubrí en mi vida una simplicidad que me encanta. Es un ritmo nuevo que se mueve más a tono con las necesidades de mi familia en este momento de nuestras vidas. Soy una madre que se queda en casa con dos prioridades, esto es, mi familia y lo que escribo. Y tengo que decir que, desafortunadamente, a pesar de que tengo dos prioridades, la segunda es descuidada a favor de la primera. Pero la mayoría del tiempo puedo mantener el equilibro con ambas. Raramente me siento abrumada, resentida o sobrecargada de trabajo. Doy gracias por este tiempo en que soy capaz de ser minimalista en mis prioridades, pues sé que hay muchas madres que no tienen este lujo.Cuando llega el tiempo de volver a la iglesia
Pero he notado otra emoción igualmente poderosa que ha surgido en mí en estos meses lejos de la iglesia. Era como un comezón que sentía, un vacío que tenía que llenar. No era dolor exactamente, sino un sentido de que parte de mí no estaba presente. Este sentimiento se manifestaba con todo tipo de expresiones: incremento de la ansiedad, insomnio, visión estrecha, discusiones superficiales con mi esposo, en lugar de las conversaciones profundas que solíamos tener cuando oíamos algo acerca de la iglesia.
El autor de Hechos describe a la iglesia como un lugar en el que el Espíritu Santo habita con poder y los sacramentos son símbolos que nos fortalecen para ser las manos y pies de Jesús en este mundo. He descubierto que esto es cierto en medio de todas sus debilidades. Lo mismo que con el matrimonio, hoy acepto lo bueno y lo malo, lo fastidioso y lo excitante, sabiendo que en su centro es una unión comprometida que me sostiene en los altos y bajos de la vida.
También descubrí que las comunidades de fe son los únicos lugares en la sociedad que regularmente reúnen a la gente de todas las generaciones para que puedan aliviar sus cargas y encontrar consuelo. También hay club de lectores y clases de yoga, pero en estos lugares uno encontrará que la gente no quiere escuchar acerca del familiar que sufre de cáncer o de los problemas con las cuentas por pagar. Pero la iglesia es el lugar en el que expresamos nuestras preocupaciones cada semana durante el tiempo de oración, o las compartimos con otros creyentes a la hora del café. La iglesia está precisamente para esto. Esto lo vi otra vez cuando durante la oración congregacional, la pastora oró por preocupaciones profundamente personales, así como por luchas más amplias como la pandemia o el conflicto entre Israel y Palestina.
Mientras la pastora oraba, las manos de mi esposo y las mías se unieron como si nuestros corazones hubieran sido levantados ante estos temas abrumadores que quizá no abordemos en la semana, sea por falta de energía o porque no encontramos el momento.
Sin embargo, lo más enternecedor para mí fue ver cómo mi pequeño de cuatro años respondió al servicio de adoración. Él sabe que su mamá es pastora. Algunas veces ve las fotos de cuando vivíamos en la casa pastoral o la guardería de la iglesia. Pero su desarrollo mental experimentó un salto gigantesco desde la última vez que fuimos a la iglesia, lo que para él es la cuarta parte de su vida. Intervino en el servicio asombrado y participó en las oraciones al Dios que mencionamos en casa pero que nunca lo abordamos con el mismo peso de ceremonias. Tarareó los himnos, reconociendo melodías, aunque no pudo articular cómo o porqué las conocía.
Durante la pandemia, mi familia podía llenar perfectamente los domingos por la mañana. Íbamos a la playa o al mercado o nos quedábamos jugando en casa. No quiero minimizar mi tiempo fuera de la iglesia. Lo pasamos muy bien y yo personalmente encontré sanidad al darme permiso de hacer algo distinto a la iglesia.
Y entonces,
Después de todos esos domingos alejados,
Nuestra familia sabía que
Era tiempo de volver a casa.
La Rvda. Lydia Sohn es una presbítera ordenada de la Iglesia Metodista Unida en la Conferencia California-Pacífico. Cuando la pandemia de Covid-19 empezó, Sohn dejó su nombramiento como pastora a tiempo completo para dedicarse a escribir blogs, escribir un libro y ser madre en su hogar para dos niños. Para más información vaya a www.revlydia.com